14 octubre 2005

LA MIRADA DEL AMO

Podemos decir que no empezó bien el día, ya que la primera imagen q vieron sus ojos ese 27 de junio fueron los números del reloj marcando las 7 am. Nuevamente el despertador había fallado. Definitivamente llegaría tarde al colegio. Se levantó tratando de resistir la tentación de seguir en la cama, con ese escalofrío que corre por el cuerpo cuando salís de entre las frazadas para enfrentar la temperatura ambiente de un día de invierno. Se cambió a toda velocidad poniéndose toda prenda de lana y abrigada que encontró a su alcance. Como todos los días las tostadas estaban quemadas y el mate cocido con leche tibio, pero había algo que lo caracterizaba, era su objetividad. Llegando a la esquina donde se encontraba la parada del colectivo se refregó los ojos para espantar la imagen del vehículo que se encontraba a unas cuadras de distancia, como si fuera un espejismo o un mal sueño del cual había que despertar urgente, pero no, el cartel gigante escrito en letras rojas decía claramente N6, el colectivo que lo llevaba diariamente al colegio. Definitivamente no llegaría a clases, pero había algo q lo caracterizaba, era su objetividad. Decidió entonces tomarse el día libre, ya muy poco le importaba el colegio como así también muchas otras cosas de su vida, y comenzó a caminar en dirección al centro, tratando de no pisar ninguna de las rayas de las baldosas de la vereda, lo hacía por diversión, pero muy dentro suyo creía que si llegaba a pisar alguna algo malo le pasaría. Empezó a tararear, ninguna canción en particular, pero iba tarareando. El frío congelaba los huesos, y a pesar de la abundante ropa de lana que llevaba puesta, tiritaba un poco. Mientras esperaba que el semáforo de la esquina diera paso libre al peatón cerró los ojos y se imaginó en una playa en un caluroso día de verano, llevaba puestos lentes de sol y en su mano sostenía un coco (de esos que se toman con sombrillita) las olas le mojaban la punta de los pies y se alejaban y así en un ritmo perfectamente sincronizado. Un fuerte empujón de un hombre con maletín lo sacó de su paradisíaca imaginación y la masa de gente apurada por cruzar lo arrastró hacia la esquina de en frente.
Ya en el centro le compró un café a un cafetero ambulante y se sentó en un cantero a observar a la gente que pasaba apurada o que relajadamente estaba de compras. Le encantaba imaginarse historias, tratar de descifrar la vida del que pasaba de acuerdo a la ropa que llevaba puesta, la forma de caminar o de hablar. A veces hasta creaba parentescos entre la gente que estaba viendo en ese momento y la que había observado en otro lado semanas atrás. Y así la señora gorda con abrigo de piel, era la tía de la chica rubia que pasaba llena de bolsas, que a su vez era la ex novia del vendedor del local de ropa deportiva el cual la había engañado con una de sus compradoras y así sucesivamente.
Al café le faltaba azúcar, y esa infusión, a esa hora de la mañana y con semejante temperatura ambiente en la ciudad no merecía ser tomada con asco solo por la falta de azúcar, por lo tanto decidió ir a pedir un sobrecito al bar de la esquina. Empezó a caminar y visualizó nuevamente la playa cálida, y el vasito de café calentito entre sus manos se transformó de golpe en el coco con la sombrillita. Llegó al bar, nuevamente la realidad del crudo invierno, pidió azúcar a un mozo, y este al ver el vasito del cafetero ambulante le dijo que lo único que le podía ofrecer era un sobrecito de edulcorante, tal vez descifrando en sus ojos el anhelo gigante de azúcar y el completo repudio a cualquier sustancia que se quiera parecer a ella. Pero había algo que lo caracterizaba, era su objetividad. Salió del bar con su café ya artificialmente endulzado. De repente el preciado líquido que tanto costó en llegar a ser la infusión perfecta para ese día de invierno, estaba sobre su ropa. No sabía porqué, pero le ardía profundamente la espalda y sentía fluir algo del mismo lugar de donde provenía el ardor. Quizás había pasado por alto el gran estruendo proveniente de la mitad de la cuadra en donde se ubicaba un banco nacional. De repente el piso, su cabeza sobre las baldosas que tanto le habían costado caminar sin pisar sus rayitas y un hombre corriendo seguido por algunos policías. El vasito de plástico blanco rodó por la vereda hasta caer en una alcantarilla, donde sirvió por varias semanas de refugios para las ratas que en ella habitaban. Lentamente sintió que las fuerzas se le iban, se sintió como se había sentido algunas horas atrás, con ese escalofrío que le recorrió el cuerpo al salir de la cama. La cabeza le pesaba y sin que el quisiera se le cayó para un costado, y ahí la calle, el tránsito, el N6 que no lo llevó esa mañana al colegio pasando a gran velocidad y de repente..... la nada. Pero había algo que lo caracterizaba..... era su objetividad.

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